El arte de parecer: cuando el aplauso reemplaza al argumento y el relato convence al espejo.
Por Cristian Igor
OPINION02 de junio de 2025

En el entramado cotidiano del discurso público, ha ido ganando terreno una forma particular de intervención: no es la exposición de una idea ni el desarrollo de una tesis, sino una performance, una puesta en escena, una teatralización. Quien la ejecuta no dialoga: declama. No comparte: ocupa. Su palabra no es búsqueda, ni interpelación, sino afirmación cerrada. Se presenta como quien trae una revelación, y en ese gesto —que mezcla certeza, teatralidad y negación del otro— elude toda posibilidad de contraste racional.
El fenómeno, aunque antiguo, adopta hoy una forma nueva, exacerbada por los medios, las redes y la ansiedad colectiva por encontrar respuestas simples a problemas complejos. Esta puesta, teatralizada, genera un efecto de catarsis, provocando emociones para liberar a quien la oye de sus propias pasiones o PENSAMIENTOS (el que habla refleja exactamente mi indignación). No es casual, que las narrativas mesianicas en estos tiempos permeen tanto en la sociedad. Se trata de discursos construidos como monólogos extensos y cerrados, que simulan una estructura lógica —introducción, desarrollo, conclusión— pero se sostienen sobre premisas falsas, analogías forzadas, estadisticas inchequeables, teorías mal interpretadas y generalizaciones emotivas. Quien los enuncia lo hace sin admitir interrupciones, como si cada palabra emitida confirmara un destino inapelable. Este tipo de intervención no se basa en el conocimiento, sino en la verosimilitud emocional. Su fuerza no radica en lo que prueba, sino en lo que parece. Lo importante ya no es tener razón, sino parecer tenerla. Así, la forma reemplaza al contenido, y el énfasis al argumento.
El filósofo Jean Baudrillard, en su teoría del simulacro, advertía que en la sociedad contemporánea la imagen no representa la realidad: la sustituye. La verdad ya no es lo que se verifica, sino lo que se impone como evidente a través de la repetición, la intensidad o la puesta en escena. El discurso performativo, entendido como un acto de ocupación simbólica del espacio, se vale precisamente de esa lógica: su verdad no necesita demostración, porque se legitima en el acto mismo de ser enunciada con fuerza.
“No pienses, solo cree”
El discurso deja así de ser una herramienta para el diálogo y se convierte en un instrumento de dominio. Lo que se produce no es comprensión, sino hegemonía. Quien interrumpe el relato para señalar una contradicción, una falsedad o una ausencia, no es escuchado: es acusado de desentonar, de no alimentar al algoritmo, de enfriar el clima, de arruinar una evidencia que ya estaría resuelta por “el sentido común”. Porque ese discurso no se apoya en datos, sino en una construcción moral: esto es lo que piensa la gente de bien ¿Cómo podes estar discutiendo lo indiscutible?. El disenso se vuelve sospechoso. La pregunta, una provocación. La duda, un acto de traición al sentir del pueblo.
Cuando se los confronta por el tono imperativo, los gritos o la falta de escucha, suelen responder que no son soberbios ni hostiles, sino simplemente apasionados. La pasión, en ese contexto, actúa como salvoconducto: todo exceso queda justificado en nombre de una emoción superior. Se puede interrumpir, manipular, mentir, siempre que se lo haga con pasión. Como si la vehemencia garantizara la verdad. Como si la intensidad fuera una prueba moral.
Así, la apelación al “todos lo saben”, al “es obvio”, al “no hace falta explicar”, no busca convencer sino clausurar la conversación. Se levanta como un muro: quien lo atraviesa queda del otro lado del bien, fuera del nosotros, sin posibilidad de retorno, quedas cancelado o funado.
Estos largos monólogos no son una deriva espontánea del entusiasmo, sino un mecanismo deliberado. La continuidad del discurso protege a quien lo emite: evita preguntas, diluye la refutación y reemplaza el pensamiento crítico por la atención hipnótica. Se trata de una escena donde el que habla se convierte en autor, narrador y juez de su propia verdad. George Lakoff explicó que quien domina el marco conceptual de una discusión tiene ventaja estructural: establece las premisas, el terreno de juego y hasta los términos del desacuerdo. Por eso estos oradores no permiten interrupciones: cada pausa es una oportunidad para que la lógica del otro irrumpa y el relato, al fin, se derrumbe.
El sociólogo Pierre Bourdieu describió estas formas de imposición como violencia simbólica: no necesita gritos ni insultos, solo la reproducción de una estructura de poder donde una visión del mundo se presenta como la única posible. En estos discursos, la historia se reduce a una caricatura, el disenso se transforma en traición, y el saber técnico se caricaturiza como arrogancia elitista. La consecuencia es clara: el interlocutor informado —el que duda, matiza o aclara— queda desplazado. Su prudencia es leída como inseguridad. Su precisión, como complicidad. En ese clima, el argumento pausado pierde frente al relato emocional.
Roland Barthes, al analizar los mecanismos del lenguaje, advirtió que los relatos tienen una fuerza de persuasión que no depende de su verdad, sino de su forma. Una historia bien narrada, con principio, conflicto y cierre, genera satisfacción estructural. Quien la escucha no evalúa su veracidad, sino su coherencia estética. Así, el aplauso reemplaza a la evidencia. Noam Chomsky, desde otra tradición, señaló que en contextos de saturación mediática, un mensaje repetido con convicción, sin réplica eficaz, se transforma en sentido común. El discurso que grita y no deja responder no busca tener razón: busca instalarse como verdad por default.
Jürgen Habermas propuso una idea luminosa: la razón pública como espacio de deliberación, donde lo que importa no es quién habla, sino qué argumento es mejor. Esa visión, ideal pero necesaria, exige condiciones mínimas: escucha, respeto, tiempo. Lo que el discurso performativo destruye es precisamente ese suelo común. El otro ya no es alguien con quien construir una verdad compartida, sino alguien a vencer. La palabra deja de ser un puente para convertirse en una muralla.
Frente a este panorama, cabe preguntarse si aún estamos dispuestos a valorar la palabra que no busca aplauso, sino comprensión. Si podemos recuperar el valor del silencio que reflexiona, del matiz que incomoda, de la pregunta que interrumpe para abrir una puerta, no para cerrarla. El pensamiento crítico no se impone. No grita. No actúa. El pensamiento, cuando es genuino, no busca ganar la escena, sino entender el mundo. Y eso —en tiempos de retóricas ensordecedoras— es un acto de resistencia.