LA PATRIA QUE ESTORBA : Cuando la memoria incomoda a los ilustrados de Buenos Aires.
Por Cristian Igor.
OPINION07 de junio de 2025

Hay algo que se percibe con fuerza cuando uno nace en el sur. En Tierra del Fuego no hay “cuestión Malvinas” como si se tratara de un expediente. Hay presencia. Hay cercanía. Hay silencio cargado de memoria y viento que recuerda. Por eso cuesta digerir ciertas editoriales que, desde la distancia, proponen “dejar atrás” el reclamo de soberanía como si se tratara de un lastre simbólico que impide avanzar.
Se disfraza de reflexión madura lo que en el fondo es una renuncia anticipada. Bajo la excusa de evitar callejones sin salida, se pretende cerrar el paso a un conflicto que no es un obstáculo, sino un fundamento: el de una comunidad que sigue exigiendo justicia frente a una ocupación ilegítima. Esa propuesta no convoca al diálogo: lo clausura. No invita al disenso democrático: lo reduce a una obsesión emocional. El artículo no abre una discusión plural; más bien desplaza el tema al terreno de lo irrelevante, como si pudiera desactivarse con un gesto de cansancio intelectual.
Hay algo más profundo que se juega aca. Una tendencia creciente a sustituir el conflicto político —legítimo, histórico, movilizador— por un consenso pulcro, cómodo, sin bordes. Un relato que nos dice qué temas deben seguir latiendo y cuáles debemos enterrar en nombre de una supuesta madurez nacional. En ese discurso, solo es aceptable lo que no molesta, no incomoda, no desborda. Todo lo que excede ese margen es tratado como atraso o como patología identitaria. Pensar se vuelve una excusa para obedecer.
Pero cuando se pide abandonar una pasión nacional como Malvinas, lo que se insinúa es algo más grave: que no hay lugar para una memoria viva que aún interpela. Que el dolor compartido debe archivarse para que la república pueda seguir andando. Que el derecho puede posponerse indefinidamente en nombre del pragmatismo.
Ese gesto no es neutro. Hay allí una forma solapada de violencia simbólica: se deslegitima la identidad de quienes no están dispuestos a olvidar. Se desacredita el reclamo por considerarlo emocional. Se descarta el diálogo porque se preestablece que una de las partes vive en la ficción.
Y ese es el núcleo ideológico más perverso de textos como este: la forma en que naturalizan la derrota como sentido común. La editorial no discute qué estrategia es más efectiva para sostener el reclamo: directamente sugiere que el reclamo debe extinguirse. Como si fuese un vicio nacional del que habría que desintoxicarse.
Es el mismo discurso que nos dice que “nada puede cambiar”, que “ya está todo perdido”, que “hay que ser adultos” y aceptar las reglas de un mundo que otros escribieron. Una lógica que hace pasar por sensatez lo que no es más que resignación cuidadosamente empaquetada. La política, vaciada de conflicto real, se convierte en un simulacro de corrección ilustrada. La historia, en una carga emocional que conviene soltar. El pueblo, en una población obediente que no reclama, no interrumpe, no recuerda.
El problema no es solo lo que se dice, sino lo que se omite: la dimensión humana del reclamo. La historia no es una línea recta que avanza dejando atrás todo lo que duele. No se trata de “superar” el pasado como si fuera una etapa vergonzante. Se trata, en todo caso, de asumirlo, de hacerle justicia, de escucharlo con la gravedad que merece.
Malvinas no es una obsesión romántica. Es una deuda abierta. No es un residuo emocional, sino un fragmento inacabado de sentido nacional. Negar esa herida no la cura: la invisibiliza. Y cuando se vuelve habitual —como pasa en este tipo de textos— la costumbre de archivar las causas colectivas que aún laten, lo que se está haciendo es otra cosa: se está fabricando un país sin memoria, sin disenso, sin identidad. Un país perfectamente funcional al orden que lo saquea.
Y hay algo más, todavía más profundo, que atraviesa estos discursos con tono ilustrado y aire de elevación moral. Es esa vieja enfermedad argentina que Facundo Cabral supo señalar con la lucidez de los poetas: cómo va a funcionar un país donde los jóvenes sueñan con ser norteamericanos y los viejos con ser europeos. ¿Qué nación puede sostenerse si nadie quiere estar en ella? ¿Qué soberanía puede defenderse si quienes tienen voz pública la usan para admirar al invasor y burlarse de su propio suelo?
La editorial de La Nación es apenas una muestra reciente de esa constante histórica: porteñismo ilustrado disfrazado de reflexión democrática. Una intelectualidad que se cree cosmopolita pero que no puede pensar más allá de la General Paz. Que interpreta la identidad nacional como un estorbo, la memoria como una tara, y la soberanía como una rareza folklórica. Desde la comodidad de sus cafés editoriales, hay quienes creen tener la verdad revelada sobre cómo debemos comportarnos quienes vivimos en los márgenes del mapa, como si la distancia del sur fuera sinónimo de atraso, y la cercanía con Londres una virtud ilustrada.
Pero el verdadero atraso no está en los confines del país: está en esa mente colonial que no soporta la idea de que un reclamo como Malvinas todavía nos duela, nos convoque, nos pertenezca. El verdadero atraso está en esa necesidad servil de agradar al mundo renunciando a nosotros mismos. En esa farsa progresista que celebra el olvido como si fuera madurez, y la resignación como si fuera lucidez.
El problema de fondo es que este tipo de textos no busca abrir un debate, sino domesticarlo. No plantea cómo continuar la lucha por Malvinas de modo estratégico, sino que sugiere que la lucha, en sí misma, debe cesar. Lo que se presenta como lucidez es, en realidad, una invitación al olvido. Y el olvido nunca es neutro. Siempre sirve a alguien.
Y aquí lo más brutal de la ironía: para entender cómo funciona esta narrativa anestesiante, nos ayuda un pensador británico, Mark Fisher, que probablemente habría sentido vergüenza del colonialismo disfrazado de racionalidad. Desde su trinchera intelectual, denunció que el mayor triunfo del poder era convencernos de que ya no hay nada por disputar. Que el futuro está cerrado. Que toda pasión política debe ser archivada como infantilismo. Que las islas ya no nos pertenecen porque desear recuperarlas está fuera del guion autorizado.
Por eso, desde este rincón austral, donde el mapa todavía recuerda lo que otros quieren silenciar, no podemos aceptar el intento de clausurar una causa que nos constituye. No hablamos solo de geografía. Hablamos de soberanía, de dignidad, de justicia. Hablamos de la necesidad de seguir diciendo lo que tantos quisieran que dejemos de decir: que las Malvinas son, fueron y serán argentinas. Y que nuestra identidad no está a la venta en ningún mercado de modernidad impostada.