Más proyecto y menos dispersión karateca.
Si tuviéramos que utilizar un término para resumir la política Argentina, indudablemente sería el de “fragmentación”. Desde luego, si alguien quiere decir división, desunión, peleados o hasta enquilombados, no nos sería posible realizarle ninguna objeción: estamos hablando exactamente de lo mismo.
POLÍTICA10 de noviembre de 2022Karukinka NoticiasEn nuestro país estamos empezando a comprender que las crisis económicas responden a problemas sociales que exceden a un ministerio en particular o a un problema técnico concreto. Existe insistentemente en nuestra idiosincrasia una resistencia por los finales definitivos. Es un poco como dicen los chicos de hoy: “la toxiqueamos”.
Hay una relación entre la sociedad y la política que nunca termina de darse, o cuando se da vive un romance intenso y derrochón que más temprano que tarde termina en un pozo depresivo. Exaltamos la pasión sin entender, como decía aquella clásica canción que... “no se puede vivir del amor”. ¿Podemos dejar de sentir? ¡Jamás! Pero si desde el inicio nos declaramos esclavos de nuestras pasiones las posibilidades de pensar, de crear y de buscar juntos un futuro serán cada vez más lejanas.
Insistentemente criticamos desde la oposición el internismo furioso y fanático que practican cada semana con mayor intensidad en el gobierno nacional (y en otros también…), pero luego aparece una dirigente ofreciéndole a un funcionario de su propio partido romperle la cara (especulamos que con habilidades propias del karate o símil), porque le dijo algo que no le gustaba en algún programa de televisión. ¿Era para tanto? Absolutamente no.
¿En qué lugar nos ponen estas escenas tan cuestionables? ¿Qué nos dicen de lo que nos pasa como oposición, como ciudadanos, como aspirantes a conducir el país el año que viene? Entendemos que mayoritariamente nos indican que Juntos por el Cambio necesita una urgente autocrítica. Y decimos urgente no tanto por la gravedad que puedan tener estos episodios (de los que la dirigente es sólo un ejemplo entre muchos), sino por la proximidad de las elecciones y la evolución de la coyuntura.
Si tuviéramos que buscar a su vez, una palabra para describirnos como oposición, otra vez responderíamos con seguridad aunque con otro término: sobreactuación. Si quisiéramos ponernos más en sintonía con la cultura del análisis político, tendríamos que decir entonces que como oposición no estamos captando qué tipo de fenómeno es el de Javier Milei.
El economista no suma políticamente por la positiva, ni tampoco por el lado ideológico. Si quisiéramos abusar de nuestro argumento, hasta podríamos afirmar que ni siquiera suma por la negativa. Milei responde a un fenómeno que es de carácter eminentemente social: la decepción de la política. Está montado sobre una ola de indignación y descontento que él no construyó, que no puede alimentar y que tampoco puede representar.
Es muy sabido que la evolución electoral de esta nueva ultraderecha argentina, va siempre al ritmo de la pérdida de confianza de nuestra sociedad sobre la capacidad de la política para darnos alguna guía sobre el futuro. A mayor desconfianza sobre la política y sobre nuestras posibilidades de construir un futuro que nos encuentre mejor que en este presente, crece la posibilidad de un candidato que expresa con mucha precisión ese sentimiento: lo anti-casta.
Hay un nivel muy profundo que tiene que ver entonces con la política, pero existe otro más mundano donde lo que observamos es a “los políticos”. ¿Cuál es entonces el defecto estructural de esta nueva ultraderecha? Que sólo puede canalizar la bronca contra los políticos: por eso se dedica más al show que a la construcción de una alternativa. Lo que no puede hacer, justamente por su origen y su deficiente conceptualización de la situación, es hacerse cargo de la recomposición política que la sociedad necesita.
Ninguna sociedad puede ser posible sin política: este es el error del mileismo. En el otro extremo tampoco es cierto que todo sea político: ahí es donde se equivocan los kirchneristas. Lo que necesitamos es buscar un equilibrio entre estas dos expresiones que nos permita ubicar dónde empieza lo público y lo estatal, y dónde vive y se amplía la capacidad y el derecho de cada persona para realizar su propio proyecto de vida.
Lo otro que necesitamos aportar como oposición en una autocrítica de los errores que venimos imitando, es salir de la agenda de problemas para entrar en la dimensión de un proyecto. No sirve seguir enumerando eternamente problemas que ya todos conocemos: hay que dar una respuesta clara acerca de cómo concebimos la sociedad que puede superar esto. Nótese que hablamos de la sociedad que es necesario visualizar, y no de un programa de gobierno.
¿Cuál es la diferencia? Un proyecto de sociedad consiste en la dirección que como pueblo entendemos que tenemos que tomar. Un programa en todo caso, lo que resuelve es cómo transitar mejor ese camino. El proyecto nos dice a dónde tenemos que ir, el programa cómo vamos hacemos para llegar.
Con Alfonsín (por ej.) el proyecto era la democracia, el programa estaba en las instituciones. Simple y claro: todo el mundo entendía de qué se trataba el discurso político en aquel entonces. Nuestra mejor forma entonces de hacer la autocrítica que necesitamos hoy, es buscar el proyecto de país y el programa para lograrlo. Es una tarea que efectivamente entra en el nivel de lo histórico, y que probablemente nos encuentre más de una vez con el corazón apretado contra el pecho: pero ahí se resuelve nuestro destino. No podemos escapar y muchísimo menos perder el tiempo con peleas estériles.
Cuando la política se trata de los dirigentes estamos indudablemente en el terreno de la oligarquía (como muy claramente ya lo señalaban los antiguos griegos), pero cuando se trata de las mayorías y de los problemas que tenemos en común estamos entonces en el terreno de la democracia, de la república y de lo mejor que puede aportar la política a una sociedad: cómo superar esos problemas como comunidad.
Necesitamos calibrar mejor lo que está pasando en este otro lado de la vereda no peronista, y recordar aquello que solía decir insistentemente Max Weber: “el peor enemigo de un político es su propio ego…”